domingo, 21 de agosto de 2011

* * * * LA PAZ DE VERSALLES * * * *

Ironías  del  destino,  me  decía  el  martes  al  ver  en  televisión  como  Ángela  Merkel  y  Nicolás  Sarkozy  se  entrevistaban  en  París,  con  el  protocolo  propio  de  los  grandes  eventos, sin  aportar  soluciones  que  nos  permitan  ver  la  luz  al  final  del  túnel  de  la  crisis.  Y  solo  haciendo  referencia  a  hechos  obvios  adornados  con  frases  tan  profundas  como  estas:
Juntos  seremos  mucho  más  fuertes (Sarkozy) Los  compromisos  que  adoptemos  a  partir  de  ahora  debemos  cumplirlos (Merkel) Confío  plenamente  en  las  posibilidades  económicas  de  Europa (Sarkozy)  No  podemos  hacer  que  la  crisis  de  la  deuda  desaparezca  de  la  noche  a  la  mañana  (Merkel).
     Para  esto,  señores,  no  hacía  falta  ni  reunión, ni  periodistas,  ni  flashes,  ni  tantas  estupideces.  ¿Dónde  está  el  remedio  a  los  terremotos  financieros  que  nos  sacuden  cada  día? Debe  ser  que  nos  creen  idiotas,  porque  lo  que  hicieron  equivale  a  confirmar  que  se  reunieron  solo  para  decidir  cuándo  volverían  a  reunirse. Bien  mirado,  pensé,  es  un  buen  momento  para  publicar  en  el  blog  el  artículo  sobre  la  Paz  de  Versalles,  y  poder  comprender  mejor  los  posicionamientos  del  presidente  francés  y  la  canciller  alemana,  que  pretenden  hacernos  creer  que  el  pasado  no  ha  existido  y  el  futuro  todavía  está  por  llegar.  Claro  que  Sarkozy  no  es  Clemenceau  y  Merkel  está  lejos  de  parecerse  a  Erzberger  o  Brockdorff.
      Así  las  cosas,  damos  un  paso  hacia  atrás  en  el  tiempo  y  nos  situamos  a  11  de  noviembre  de  1918.  La mayor guerra de la historia,  con  nueve  millones  de  víctimas,  sin  contar  civiles, había terminado. La Entente y sus aliados resultaron  vencedores, y los imperios centroeuropeos los grandes derrotados. El coste había  sido  desorbitado para todos los países participantes. Devastó diez provincias del nordeste de Francia. Gran  Bretaña dejó de ser la nación más poderosa de  la  Tierra, y Londres, tuvo  que  compartir  el  protagonismo de capital económica mundial  con Nueva York y Paris. La guerra arruinó las finanzas alemanas, pero dejó intacta su  infraestructura industrial. Dio al traste con la unión económica de Austria-Hungría,  y  solo Estados Unidos y Japón sacaron provecho a la contienda.
      El  18  de  enero  de  1919,  los  delegados  de  los  gobiernos  aliados  se  reunieron  por  primera  vez  para  negociar  la  Paz,  y  comenzó  a  elaborarse  el Tratado  de  Versalles  pensando  únicamente en su enemigo supremo: Alemania, que tuvo que devolver  a  los  franceses  la Alsacia  y  la Lorena, y ceder el territorio que  más  tarde se conocería como Corredor Polaco, que  a  la  altura  de  Danzig proporcionaba al nuevo estado de Polonia una salida al Báltico . Los alemanes perdieron también la Alta Silesia  con sus minas de carbón. Y,  por  supuesto, todas sus colonias.  Se  les  prohibió  su  unión  con Austria.  También tuvieron  que entregar a los vencedores  artillería, vehículos blindados y aviones. Sus embarcaciones de superficie, que optaron por hundir. Una cuarta parte de la marina mercante y de la flota pesquera, y una proporción importante de sus máquinas  y  vagones ferroviarios.  En el artículo 231 del Tratado, se advertía, que Alemania asumía la responsabilidad de las pérdidas provocadas por la guerra y también tenía que costear las reparaciones. 

     A partir de entonces debían  construir buques para la Entente.  Durante  cinco  años  se  les  exigió  la cesión anual de 200.000 toneladas de nuevos barcos, además de la entrega  de 44 millones de toneladas de carbón, 371.000 cabezas de ganado, la mitad de su producción química y farmacéutica,  y  la totalidad de cables submarinos. Las condiciones  no podían ser más humillantes, sobre todo con las compensaciones de guerra que se fijaron  entre 1000 y 2500 millones de marcos anuales  a  pagar  en un plazo de cuarenta y dos años, cuya mitad iba a  parar  al  Estado  francés,  que  también  se  adueñó  de sus principales recursos mineros.  Francia fue el país aliado más beneficiado por las  sanciones  económicas.  Se les  requirió el pago inmediato de 132.000 millones de marcos-oro, suma  a  la  que no podían hacer  frente puesto que doblaba sus reservas internacionales, y que posteriormente  aumentaría hasta rondar los 300.000 millones de marcos oro.  
                                  "Pongamos  fin  a  Versalles", dice una de las pancartas.

Para afrontar los pagos, la República de Weimar se endeudó de  manera  increíble y  comenzó la  inflación que daría  paso al hambre y a la desesperanza:
       La hiperinflación de 1923 llegó  a unos extremos insostenibles para el pueblo alemán. Un dólar pasó a valer 4.200 millones de marcos. El litro de leche, la barra de pan o un paquete de tabaco podían  costar billones. Además, los precios cambiaban constantemente a lo largo de  las  horas.  Cuando los trabajadores recibían su sueldo tenían que llevárselo a casa en carretilla e ir comprando  por el camino porque sabían, que al día siguiente, todo aquel dinero no serviría para gran cosa
       Millones de alemanes quedaron arruinados y el  pesimismo se apoderó de la  población, llevándoles en muchos casos al suicidio, mientras Francia presionaba para seguir cobrando,  llegando a invadir la cuenca del Ruhr, a  fin  de  garantizar los envíos de carbón–, explicaba  la  historiadora  Heldried  Spitra  a  el  diario  El  Mundo.
     
       Estas reparaciones  de  guerra  constituyeron un factor fundamental en los desequilibrios de la economía del  continente  y  originaron  un  caldo de cultivo  favorable  a  la  venganza.
      Si  para  Alemania  los  acuerdos  del  Tratado  representaron  una  degradación  sin  precedentes,  para  Austria-Hungría  supusieron  su  aniquilación. Contribuyó  a  su  hundimiento el  reparto  de  buena  parte  del  territorio  magiar  y  la  excesiva balcanización del Imperio,  puesto  que  desde  Viena  siempre  se  había  temido  al  fortalecimiento  de  los  países  balcánicos  libres,     frecuentemente  deseados  por  países  más  poderosos.
      Los  Aliados respetaron los principios de autodeterminación   de  los  pueblos  del  antiguo  imperio,  llegando  a  disponer  que  ciertas  zonas  fronterizas  decidieran  su  futuro  mediante  un  plebiscito,  aunque  en  muchos casos  solo suponía el reconocimiento de hechos   ya  acontecidos,  si  se  tiene  en  cuenta  que  Polonia,  Checoslovaquia  y  las  regiones  yugoslavas  de  Austria-Hungría,  unidas  a  un corpúsculo de la vieja Serbia,  existían como naciones antes de reunirse la Conferencia de  Paz. Por lo que  a   finales de 1918, el  antiguo  Imperio Austrohúngaro  ya  estaba  totalmente  desintegrado  y  los Habsburgo,  que  se  habían  mantenido  en  el  trono  durante  setecientos  años, barridos  del  poder.

                                         Situación  de la península Balcánica después de 1918
             
         El  29  de abril  de  1919, los franceses trasladaron  a la delegación alemana,  encabezada  por  Mathias  Erzberger,  a  Versalles, en un tren que recorrió con extrema lentitud las regiones desoladas del frente occidental, y al llegar los confinaron en un recinto alambrado. El día 7 de mayo, Clemenceau[1] les presentó el tratado, al que solo pudieron responder por escrito, y el 16 de junio los aliados les dieron la última oportunidad de firmarlo, si no querían que se reanudaran las hostilidades,  por  lo  que  se  vieron obligados  a  dar   su conformidad el día 23  de  junio. Y tanto  vencedores  como  vencidos firmaron el documento el 29 de junio de 1919, en la Sala de los Espejos del Palacio de Versalles, donde en 1871 Alemania había proclamado su Imperio,  sin  que  los  Aliados  pudieran  evitar  que  Brocdorff-Rantzau  le  dijera  a  Clemenceau:
       Sentimos el odio cuando entramos en esta sala. Esperan que aceptemos todas las culpas de la guerra. Si esta afirmación saliera de mi boca sería una mentira. Alemania y el pueblo alemán  todavía están firmemente convencidos de que hicieron una guerra defensiva y  me niego a que  carguen con toda la culpabilidad. Cuando empezaron  a hablar de compensaciones, les pedí que recordaran que tardaron seis semanas en entregarnos su armisticio y otros seis meses  para formular la  paz. Mientras  tanto, cientos de miles de ciudadanos  alemanes inocentes, en  su  mayoría mujeres y niños, han muerto  a  causa  del  hambre,  porque desde el 11 de noviembre de 1918 continúa el bloqueo. Por  tanto  les pido que piensen en ellos cuando hablen de conceptos como el de culpa  y  el  de castigo.
       Y  resulta  que  ahora  que  los  alemanes  están  siendo  el  motor  económico  de  Europa,  el  pasado  otoño,  gracias  a  la  prensa,   van  y  se  enteran  de  que  seguían  pagando  las  sanciones  de  guerra  impuestas  por  el  Tratado  de  Versalles  en  1919,  y  que  el  último  pago  de  69,9  millones  de  euros,  quedaría  saldado  el  domingo  3  de  octubre  de  2010.  No es cierto que no fuera información pública, sencillamente es un asunto que se ha llevado con la debida discreción, justificaba un funcionario del Bundesbank en la televisión. Mientras  que  la  noticia  causaba  indignación  a  una  audiencia  asombrada.
       Los ciudadanos manifestaban  la amargura que  les quedó por la imposición de reparaciones  de  guerra percibidas  como injustas y que, a juzgar por sus reacciones, les  han dejado huella hasta hoy.
       Claro  que desde  que  Otto  von  Bismarck,  consiguiera  la  unificación  alemana, los  sucesivos  gobiernos  del  kaiser   habían  provocado  varios  conflictos  diplomáticos  y  estallidos  bélicos  de  los  que,  hasta  entonces,  resultaron  vencedores  y  exaltaron  las  iras  del  resto  de  países  en  conflicto.  Pero   Clemenceau  había  sabido  jugar  bien  sus  cartas  y  los  objetivos  conseguidos  eran  más  parecidos  a  una  extorsión  que  a  una  indemnización  de  guerra.
       De  momento,  Sarkozy  solo  le  ha  sacado  promesas  vacías  de  contenido  a  la  canciller  alemana,  tal  vez  la  Sra.  Merkel  crea  que  ha  llegado  el  momento  de  la  venganza  y  se  pregunte  ¿Qué  han  hecho  los  franceses  con  el  dinero  de  sus  vecinos  durante  92  años?  Y  que  esa  experiencia histórica  explique el rigor  que Alemania impone a la UE  para  que  favorezca  políticas que mantengan la inflación a raya. Quizá  los  franceses  todavía  no  saben  que,  como  decía  Churchill: El  precio  de  la  grandeza  es  la  responsabilidad. 
    Señores,  les  invito  a  la  reflexión.  Buenas  tardes.


      María  Bastitz


Nota  de  autora: Toda  la  información  aparecida en este artículo, ha sido extraída de  la  siguiente  bibliografía: Els Balcans  de  Igor Bogdanovic. La  Primera  Guerra  Mundial  de Michael  Howard. La  Gran  Guerra  de  John H. Morrow jr.  y  Requiem  por  un  Imperio  Difunto  de  François Fejtö.  De  la  hemeroteca  del  diario  El  Mundo,  y  de  la  prensa  en  general











[1]  Médico,  periodista  y  político  francés  Fue uno de los artífices  y  negociadores de la  Paz de  Versalles,  y formó parte de  quienes  apostaban por castigar severamente a Alemania.

domingo, 7 de agosto de 2011

* * * LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL Y LA CAÍDA DEL IMPERIO AUSTROHÚNGARO* * *

                                    

 En  estos  tiempos  que  corren,  en  que  una  tiene  la  sensación  de  que   nada  volverá    a   ser  como  antes,  que  el  asunto  del  tratado  de  Maastricht  fue  una  utopía;  si  se  tiene  en  cuenta  que  desde  que  Carlomagno  liberó  al  Papa  de  los  lombardos,  Europa  es  Centroeuropa,   y  por  muy  europeos  que  nos  sintamos  los  españoles  debemos  atenernos  a  los  criterios  impuestos  por  Merkel  y  Sarkozy,  transmitidos      oportunamente  desde  Bruselas  al  Gobierno  de  Rodriguez  Zapatero,  porque  a  fin  de  cuentas  quien  paga  manda;  y  que  representarán  para  muchos   una  suspensión  de  lo  que  antes  fueron  sus   prerrogativas  legítimas. El  paro  y  la  precariedad  laboral  crecerán  todavía  más  en  los  años  venideros. Y  las  arcas  públicas,  que  son  el  patrimonio  de  los  que  lo han  perdido  todo,  seguirán  vacías.      Así  las  cosas,  solo  cabe  pensar  que  los  acontecimientos  futuros  nos  precipitarán   hacia  otra  era,  quizá  la  del  capitalismo  refundado,  como  decía  el  Presidente  francés  o,  tal  vez  la  de  la  pobreza  extrema. 
    Si  a  lo  largo  de  los  siglos  se  ponía  fin  a  una  crisis  económica  a  través  de  las  guerras,  hoy  son  los  mercados  financieros  los  que  al  parecer  se  encargan  de  colocar  las  cosas en  su  sitio. Juegan  a  acentuar  la  desconfianza  entre  los  inversores  aprovechando  la  debilidad  de  la  zona  euro,  desamparada  por  falta  de  la  unión  política  y  económica  de  Europa,  que  tarde  o  temprano  podría  acabar  con  la  moneda  única.

 Muchos  se  quejan  de  la  falta  de  escrúpulos  de  las  agencias  de  rating que  son  capaces  de   obtener  ganancias  millonarias  a  costa  del  empobrecimiento  de  las  haciendas  más  débiles  de  la  unión.  Pero  su  criterio  es  cambiante,  y  mientras  estos  días  vemos  que  aumenta  la  prima  de  riesgo  de  la  deuda  de  Estados  Unidos,   le  siguen  otorgando  la  calificación  de  triple  A. En  el  2008, fue  de  dominio  público  que Moody’s, que  conocía  el  desastre  que  se  avecinaba, debía  de  predecir  que  Lehman  Brothers,  quebraría  incumpliendo  todos  sus  compromisos,  pero continuaba  dándole  la  máxima  solvencia.
    Por  un  lado,  son  capaces  de  condenar  a  Europa  al  infierno,  pero  si  el  traspiés viene  de  Washington  se  muestran  mucho  más  tolerantes.  Aunque  este  fin  de  semana  Standard  &  Poor's  se  haya  atrevido  a  rebajar  la  calificación  de  su  deuda. Tendremos  que  ver  los  pronósticos  de  las  agencias  chinas  en  relación  a  la  prima  de  riesgo  norteamericana,  ya  que  la  mitad  de  la  Reserva  Federal  de  U.S.A está  en  manos  del  Gobierno  de  Pekín,  que  ya  se  atreve  a  dar  lecciones  de  economía  al  Ejecutivo  de  Obama.   Bruselas  pone  el  grito  en  el  cielo,  cada  vez  que  estos  tiburones  de  las  finanzas  se  ensañan  con  el  euro,  pero  los    de  la  Comunidad  parece  que  han  olvidado  que  “donde  hay  patrón  no  manda  marinero”,  y  que  las  agencias  de  rating  también  obedecen  a  los  intereses  de  quién  les  ha  contratado,  y  no  se  arriesgarán  a  perder  a  un  cliente  por  una  cuestión  numérica  asociada  a  la  vocal A. Aunque  si  los  Estados  Unidos  exigieron  a  Europa  que  aunara  esfuerzos  para  resolver  la  crisis  que  originó  el  conflicto  de  la  deuda  griega,  en  Bruselas  deberían  reclamarle  lo  mismo  al  Gobierno  americano. 
    Y  ustedes  se  preguntarán:  ¿Qué  tiene  que  ver  todo  esto  con  la  Primera  Guerra  Mundial  y  la  Caída  del  Imperio  Austrohúngaro? Ya  verán  como  en  este  punto  la  Historia  también  se  repite.
    Antes  de  la  Gran  Guerra,  Europa  cedía  a  convulsiones  internas  que  ponían  en  peligro  su  estructura  política.  Se  agudizaba  el  mal  estar  general,  la  insatisfacción  social, las  protestas  y  las  luchas  cruentas,  que  acababan  en  disturbios  y  enfrentamientos  con  las  fuerzas  del  orden  público.  Los  obreros  reivindicaban  la  reducción  de  la  jornada  laboral,   el  derecho  a  la  huelga  y  se  manifestaban  para  exigir  de  sus  gobiernos  el  sufragio  universal. Y  la  oratoria  pacifista  recibía  el  apoyo  de  las  masas  socialistas,  democráticas  y  anarquistas.
    Mientras  tanto,  en  el  Parlamento  de  Viena,  las  rivalidades  entre  los  diputados  de  las  diferentes  identidades  nacionales  anexionadas  al  Imperio,  eran  cada  vez  más  encarnizadas,  y  amenazaban  con  romper  sus  costuras.  Nos  hemos  convertido  en  el  hazmerreír  del  mundo  decía  Su  Majestad.  Y  numerosos  observadores  políticos  estaban  convencidos  de  que  el  imperio  Austrohúngaro  no  tardaría  en  hundirse.  Pero    ¿quién  les  iba  a  decir que  la  triste  suerte  de  Franz  Ferdinand,  entonces  kronprinz  de  Austria-Hungría  y  su  esposa,   asesinados  en  Sarajevo  el  28  de  junio  de  1914, 

precipitaría  la  guerra?  Por  extraño  que  pueda  parecer,  su  muerte  dejó  al  imperio  indiferente, y  como  sucedió  en  el  Día  del  Derby[1],  no  causó  el  impacto  necesario  ni  para  silenciar  a  las  orquestas  de  los  kioscos  del  Prater,  concurridísimos,  en  aquella  veraniega  tarde  dominical. 
       Los  vieneses  que  aseguraban,  que  como  emperador,  el  archiduque  difunto,  habría supuesto  una  catástrofe  peor  de  la  que  significó  su  muerte,  se  sentían  satisfechos  del  desinterés  general  por  la  tragedia,  y  los  que  le  acusaban  de  escasa  talla  intelectual,  de  mezquindad  en  asuntos  económicos  y  de  suspicacias  hacia  sus  colaboradores, también  parecían  complacidos  con  aquel  desafecto.  Y  es que  el  heredero  era  un  individuo  displicente,  al  que  nunca  se  le  veía  distendido  y  afable,  no  se  le  conocía  la  sonrisa,  carecía  de  sentido  del  humor  y,  a  excepción  de  la  caza,  no manifestaba  afición  alguna.  El  emperador  le  odiaba  con  toda  su  alma,  porque  no  se  molestaba  en  disimular  su  impaciencia  por  subir  al  trono.  Su  esposa  tampoco  poseía  ningún  encanto  personal,  y  en  sus  ojos  se  palpaba  la  misma  frialdad  que  en  los  de  su  marido.  Su  asesinato  no  despertó   el  sentir  del  pueblo.     
    Tras  el  magnicidio  de Sarajevo   el  conde  Berchtold,   ministro  de  Asuntos  Exteriores de Austria-Hungría desde 1912,  al  que  siempre  se  le  ha  criticado  por  no haber gestionado  debidamente  la crisis  previa  a  la Primera Guerra Mundial, se mostró  prudente debido a  la  actitud conciliadora del Gobierno serbio, y a las gravísimas  consecuencias que  podrían tener lugar si se iniciaba un conflicto bélico con el país balcánico, pero recibía constantes  presiones  de  Alemania.  Los  mandos del  ejército  de  Wilhem II,  tal  como  lo  expresó  el  general  Fiedrich  Bernhardi,  pensaban: “Tenemos  que  conseguir,  a  través  de  la  movilización  general  del  genio  alemán  en  el  mundo  entero,  la  estima  que  nos  merecemos  y  nos  es  negada”.  Lo  que  convertía  la  guerra  en  una  necesidad  biológica.  Las  naciones  progresaban  o  declinaban,  y  Alemania  debía  escoger  entre  ser  una  potencia  mundial  o  la  caída.  
   Mientras  tanto,  desde  su  despacho  en  Bad  Ischl,  el emperador sabía que con la muerte de  su  sobrino Franz Ferdinand se pretendía dañar la corona, y si hasta entonces había abogado por la moderación, creía que era necesaria una reacción proporcional a la gravedad de la agresión. En una carta dirigida a Wilhelm II  intentaba convencerle de la responsabilidad del gobierno Serbio en el magnicidio,


 Franz  Josef  le decía:
El atentado es la consecuencia directa de la agitación llevada a cabo por los paneslavistas rusos y serbios, con él único fin de debilitar la Triple Alianza[2] y destruir Mi Imperio.
Los hijos del complot están en Belgrado, y aunque sea prácticamente imposible probar la complicidad del gobierno serbio, no se puede dudar de que su política, que tiende a agrupar a todos los Eslavos del Sur bajo su bandera, propicia tales crímenes, así como la perpetuación de este estado de cosas que constituye una amenaza para Mi Casa y Mis Pueblos…
Después de los detestables acontecimientos que acaban de suceder en Sarajevo, te convencerás de que ya no se puede pensar en arreglar el conflicto que nos opone a Serbia, por medio de un acuerdo, y que la política de paz establecida por los monarcas europeos, se verá amenazada largo tiempo, si el hogar de estos agitadores criminales queda intacto. 
   El 30 de junio de 1914 el embajador de la corte de Berlín en Viena, Heinrich von Tschirschky, visitó a Berchtold y le pidió en nombre de su Gobierno, que se tomaran medidas contundentes contra Serbia, y el 6 de julio Wilhelm II y su ministro de Asuntos Exteriores, le ofrecieron su apoyo en caso de que Rusia interviniera en favor de los serbios.
   El 19 de julio, se discutió en el Consejo de Ministros, presionar al Gobierno serbio con un ultimátum. Todos se mostraron favorables a imponerle medidas severas, y se apresuraron a someterlo a criterio de Franz Josef. Berchtold cuenta en sus Memorias, la impresión que su soberano le dejó de aquella situación crucial: El emperador era plenamente consciente de la profunda gravedad, diría  que de la tragedia de éste momento histórico. Le era difícil tomar una decisión, ya que no dudaba de que sus consecuencias podían ser terribles, pero la tomó digno y sereno, y dio la orden de ejecución…
   El ultimátum era notificado al Gobierno serbio el 23 de julio a las seis de la tarde; y este disponía de 48 horas para comunicar su respuesta al embajador de la doble monarquía en Belgrado.
      Cumplido  el  plazo,  el  Ejecutivo  de  Su  Majestad  consideró  la  respuesta  serbia  como  una  aceptación  parcial  e  insuficiente  del  documento,  y  el  28  de  julio  le  declaró  la  guerra,  que  antes  de  convertirse  en  un  conflicto  bélico  mundial,  la  prensa  la  denominó  Guerra  Austro-Serbia.  El  Ejército  Imperial  estaba  dispuesto  a  aplastar  a  los  serbios,  y  confiaba  en  que  sus  aliados  alemanes  mantendrían  a  Rusia  bajo  control.  Pero,  en  función  de  los  pactos  establecidos  entre  las  potencias  europeas  en  la  segunda  mitad  del  siglo  XIX,  el  30  de  julio  el  Zar  Nicolás  II  ordenó  la  movilización  general  de  sus  tropas,  lo  que  le  situaba  en  pie  de  guerra  con  el  imperio  Alemán  y  Austrohúngaro.  Pero  en  Berlín  lo  preferían  de  esta  forma  mientras  su  ejército  estuviera  en  el  apogeo  de  su  fuerza,  en  vez  de  esperar  a  que  el  equilibrio    militar  se  inclinase  inexorablemente  a  favor  de  sus  adversarios. Apoyando  a  los  austríacos,  los  alemanes  sabían  que  se  arriesgaban  a  una  guerra  europea  que,  evidentemente,  pensaban  ganar.  Mientras  tanto  el  general  Pétain  organizaba  los  recursos  militares  necesarios  para  defender  a  Francia  contra  una  posible  invasión  alemana  desde  Bélgica.  El  3  de  agosto,  Alemania  declaraba  la  guerra  a  la  República  francesa,  y  lanzaba  un  ultimátum  a  los  belgas 

 para  poder  cruzar  su  territorio  e  invadir  el  país  galo. Así  las  cosas,  el  4  de  agosto  Gran  Bretaña  se  manifestaba  en  contra  de  Alemania  por  haber  violado  el  territorio  belga.  En  realidad,  con  este  gesto,  el  Gobierno  de  Su  Graciosa  Majestad  pretendía  mantener  su  status  de  potencia  mundial.
      Francia,  Rusia  y  Gran  Bretaña,  formaron  la  Triple  Entente,  se  les  unió  Italia,  que  después  de  desertar  de  su  alianza  con  los  imperios  centrales,  debido  a  sus  pretensiones  en  el  mar  Adriático  en  detrimento de  Croacia,  se  sumó  a  los  aliados,  junto  con  Escandinavia,  y  en  abril  de  1917,  Estados  Unidos  entraría  en  conflicto  con  el  bloque  alemán.  Mientras  que  Rumania,  a  cambio  de  Transilvania,  Bucovina  y  el  Banato,  decidió  traicionar  a  las  tropas  centroeuropeas,  y  a  pesar  de  luchar  en  su  mismo  bando,  estaba  dispuesta  a  dejarles  en  la  estacada  en  el  momento  oportuno.
      Desde  finales  de  1914,  se  hizo  evidente  que  el  Ejército  alemán  había  sido  condenado  a  mantenerse  a  la  defensiva,  lo  que  dio  lugar  a  una  guerra  de  desgaste.  Y  contrariamente  a  lo  que  muchos  pensaban,  Austria-Hungría,  demostró  una  cohesión  inesperada.  El  año  1915  estuvo  marcado  por  espectaculares  victorias  del  Ejército  alemán,  y  los  aliados  recelaron  de  la  confianza  que  habían  depositado  en  las  tropas  del  Zar,  pero  la  defección  de  Italia  significó  un  duro  golpe  para  las  potencias  centrales.  Según  V. Tapié: “El  ejército  austrohúngaro  combatía  con  una  energía  constante,  y  fuera  el  que  fuese  su  origen  étnico,  el  soldado,  unido  por  un  juramento  personal  de  fidelidad  que  no  hacia  a  la  ligera,  dio  pruebas  de  resistencia  y  de  valor.  El  mando  militar  de  Austria-Hungría  no  fue  inferior  al  de  los  otros  países  beligerantes”. 
     El  21  de  noviembre  de  1916,  moría  en  Viena  el  emperador  Franz  Josef  I,  y  su  deceso  dejó  al  imperio,  incluso  a  los  que  criticaban  su  política,  sumido  en  el  más  profundo  de  los  duelos.  Solo  él  era  el  símbolo  de  la  cohesión  y  la  perennidad  del  Estado  multinacional.  Su  sucesor,  Karl,  accedió  al  trono  en  las  peores  circunstancias, sabía  que  sus  países  estaban  al  borde  del  agotamiento, pero  desgraciadamente  se  dejaba  influenciar  por  las  ideas  peregrinas  de  su  mujer  ,  la  emperatriz  Zita,  hija  del  duque  de  Parma,  que  como  era  de  esperar  no  gozaba  de  las  simpatías  del  emperador  alemán  Wilhelm II. 
                                                                    
     Y  en  1917, las penurias de la población civil y la conciencia de que la guerra  tardaría  en  concluir, extendieron el desánimo en  los países participantes,  que  en  1916  ya  se  manifestaron  con  una   oleada de huelgas en Gran Bretaña.  En 1917  hubo  motines en el ejército francés,  así  como aumento de las demandas nacionalistas en Austria-Hungría...y  los  dirigentes  de  la  Entente,  manipularon  la  opinión  occidental  en  favor  de  desmembrar  la  doble  monarquía.   Sin embargo,  dos acontecimientos clave decidieron el  desarrollo de la guerra: La Revolución Soviética y,  cómo  no, la entrada de Estados Unidos en el  conflicto.
   Y  es  en  este  punto  cuando  lo  que  les  he  expuesto  al  principio  empieza  a  tener  relación  con  lo  que  les  voy  a  contar  ahora.  Wilson,  entonces  Presidente  de  la  nación  americana,  escribía  a  su  consejero  el  coronel  House: Inglaterra  y  Francia  no  tienen  las  mismas  opiniones  que  nosotros  en  lo  que  concierne  a  la  paz. Cuando  la  guerra  se  haya  terminado podremos  imponerles  nuestra  manera  de  ver  las  cosas.  Y  creó,  bajo  la  dirección  de  House,  un  comité  conocido  como  Inquiry,  encargado  de  definir  los  principios  que  los  norteamericanos  propondrían  después  de  la  guerra,  para  la  reorganización  de  Europa,  que  garantizaría  una  paz  duradera,  y  de  paso  justificaría  la  inversión,  dado  que  con  la  caída  de  los  imperios  centrales  desaparecería  una  zona  de  libre  cambio,  que  a  base  de  desbaratar  la  economía europea  beneficiaría  los  intereses  del  dólar  americano.
         La  mayor  tragedia  que  la  humanidad  había  vivido  hasta  entonces, la  guerra  que  tenía  que  poner  fin  a  todas  las  guerras,  como  se  decía,  finalizó  el  11  de  noviembre  de  1918.  Luego  vino  el  Tratado  de  Versalles  con la  desintegración  de  los  imperios  y  el  reparto  del  botín.  La  Segunda  Guerra  Mundial  y  el  Plan  Marshall.  Y  Estados  Unidos  se  convirtió  en  la  superpotencia  soñada.  
        ¡Fíjense  que  coincidencia!  Aquello  fue  un  conflicto  de  trincheras,  de  gases  y  de  muertes.  Hoy  en  día  se  trata  de  un  problema  de  agencias  de  rating,  primas  de  riesgo,  bonos  basura…etc…etc  para  luchar  contra  el  euro,   que  ensombrece  a  la  moneda  americana  ¿Cómo  se  atreven  los  europeos  a  semejante  desafío?  Hay  que  hundir  a  Europa  a  cualquier  precio,  y  para  desconsuelo  del  general  Bernhardi,  desde  el  otro  lado  del  Atlántico  piensan  que  Centroeuropa  no  se  merece  el  respeto  que  él  abogaba.
       Dios  proteja  a  los  Estados  Unidos  de  América,  y  a  los  europeos,  que  por  culpa  de  la  ceguera  crónica  de nuestros  intelectuales  y  políticos,  que  otorgan  a  Obama  el  Nobel  de  la  Paz  a  cambio  de  nada,  le  agradeceremos  que  nos    la  resistencia  necesaria  para  soportar  las  ínfulas  de  poder  de  la  superpotencia  con  la  mayor  deuda  pública  de  la  Historia.
       Señores,  les  invito  a  la  reflexión.  Buenas  noches. 
    


Nota  de  Autora: La  información  aparecida  en  este  artículo  ha  sido extraída  de  la  siguiente  bibliografía:
     “François  Joseph”  de  Jean  Paul  Bled. “El  Genio  Austrohúngaro”  de  William H. Johnston.  “El  Mundo  de  Ayer”  de  Stefan  Zweig.  “La  Gran  Guerra”  de  John H. Morrow Jr.  “La  Primera  Guerra  Mundial”  de  Michael  Howard.  “La  Torre  del  Orgullo”  de  Bárbara  W. Tuchman  y  “Requiem  por  un  Imperio  Difunto”  de  François  Fetjö.
















[1] Día  que  señalaba  la  clausura  de  la  temporada  social  en  Viena

[2] La  Triple  Alianza  de  1887,  fue  el  nombre  que  recibió  la  coalición  integrada  por  el  Imperio  Alemán,   Austrohúngaro  y  el  Reino  de  Italia